Hace aproximadamente un mes, Valentina, una ex estudiante de hace casi 9 años, me escribió si me gustaría participar escribiendo algo acerca de ser maestro. Dije que sí, pero en realidad no sabía qué hacer, e incluso aún no lo sé, simplemente abrí el computador y pues a escribir, a ver qué sale. Pensé en ponerme académico y empezar por Sócrates y la mayéutica, pasar por Kant, Freire y otros pesos pesados de la pedagogía, pero no, prefiero hablar de mi experiencia, en el mundo de la docencia, con lo altibajos y triunfos, con las decepciones y las satisfacciones de esta vocación. 

Recuerdo en grado once, una orientadora con fuertes tendencias cristianas, señora que trataba de forma arrogante a los que no creíamos en lo mismo que ella, fue a dar una charla sobre vocación profesional, preguntaba a jóvenes sobre lo que querían hacer en la vida, qué les interesaba ser cuando grandes, cómo se iban a ganar la vida, como si no fuéramos nada o la vida fuera una competencia para ver quién tiene más o menos. El caso, alguien dijo que quería ser profesor, de inmediato a la señora ”orientadora” le da una diarrea verbal incontenible contra la docencia y las licenciaturas, afirmaba que a estas alturas del partido, los que optaban por ser maestros, eran aquellos que no sabían hacer nada o que no tenían idea que estudiar. Inmediatamente voltee a mirar a una compañera con la que antes habíamos hablado que queríamos estudiar licenciatura, ella en inglés y yo en filosofía y literatura, nuestros ojos expresaban sorpresa e incluso cierto temor. La señora se fue del salón, con más pena que gloria, pero me dejó pensando si ser profesor era buena idea, me respondí de inmediato que NO, que eso para qué, acaso quería estar cuidando los hijos e hijas de los demás y aguantando pataletas, definitivamente eso no lo quería.  

 

No puedo dejar de pensar en todos mis estudiantes al escribir esto, y sentir un infinito agradecimiento, pues gracias a ellos hago lo que hago y soy feliz.  

 

Para esa época estaba leyendo sobre las revoluciones latinoamericanas y algunos autores que hablaban sobre el cambio social, como decía Allende: ¨ser joven y no ser revolucionario es una contradicción casi biológica¨. Tenía 17 años y estaba confundido, el año terminaba y la angustia, esa angustia de la que habla Kierkegaard que nace al ser conscientes de la libertad y tener que tomar una decisión, la metáfora que usa el danés: imaginemos que estamos en lo más alto de una montaña y cualquier paso que demos puede ser fatal; así me sentía en once, cualquier paso y chao amigo vas a fracasar. Pero igual di el paso a la licenciatura, y el riesgo se aumentaba pues era en filosofía y literatura, dos campos que no sirven para nada en este mundo de consumo, tarjetas de crédito, endeudarse y tener cosas por tener cosas. En conclusión y de la manera más dramática pensaba: ”no vas a ser nadie en la vida, vas a ser un fracasado”, pero en medio de ese pensamiento se vislumbraba una sonrisa en mi rostro, pues no tenía ganas de meterme a una oficina a ver como se consumían las horas y los años. 

La universidad muestra teorías, paradigmas, modelos, sistemas, etc., me gradué pensando que con todas esas clases de pedagogía hacer clases sería fácil, que estaba preparado para llegar a las aulas, ¡gran error! y no es que la pedagogía no sirva, pero son teorías y necesitamos más que eso. El primer año fue en un colegio humilde de barrio, de esos en que los estudiantes toman el descanso en un patio cerrado, que no pueden correr, en el que las clases de educación física se hace en el parque del barrio mientras los hinchas de la marihuana lo pegan en las bancas y observan las clases. Me di cuenta de muchas cosas, de lo territoriales que somos los profesores, de los celos laborales, de las roscas que se mueven en toda institución, no solo educativa; pero también me di cuenta que todo lo que aprendí se deshace cuando vas diez minutos de clase y te das cuenta que los estudiantes no prestan atención o peor, no entienden; el problema era el lenguaje técnico, pensar que todos te tienen que entender en una hora los conceptos que a ti te costaron varias madrugadas frente a los libros; hay que aterrizar el discurso, bajarse de esa nube en la que nos subió la academia, y eso fue lo realmente difícil de ese año, saber hablarle a los adolescentes y que se enamoraran de la literatura, la historia, la filosofía e incluso del arte.  

 

estudiantes que fueron casi hermanos menores, que buscaban consejos en mí, cuando en ocasiones yo no sabía qué era de mi vida.

 

El siguiente año fue más denso, fue en un colegio más grande, ubicado en Ciudad Bolívar, a penas la coordinadora me presentó como el nuevo profesor de sociales todo séptimo A empezó a gritar: ¨¡queremos a rulos! ¡queremos a rulos!¨ Rulos, según me contó la coordinadora, una señora como de 60 años, era el profesor que había renunciado la semana pasada, pregunté ¿por qué se había ido? La señora sin nada de tapujos dijo algo así: ”al tipo lo aburrieron estos chinos”,  pensé, ”esto se va poner feo”, y sí, se puso feo, era casi imposible hacer clase, cada día al levantarme era una lucha interna, pensé mil veces no volver, llegaba en las tardes y me tumbaba en el sofá simplemente a mirar el techo. Pero sabía que esto tenía que superarlo, no todos los colegios son de “niños bien”, tocó sacar fuerzas de donde no había y empezar con lo que yo denominé: “el teatro docente” y es actuar según la ocasión, saber hacerse el malo, el rudo, el que está de mal genio, pero estando en el interior calmado en la medida de lo posible, lo mejor es que funcionó, incluso alcancé a ser coordinador de convivencia en esa sede. Hace año y medio me encontré con Alberth, uno de esos estudiantes del temido séptimo A, en la facultad de filosofía de la universidad donde hago la maestría, él está haciendo el pregrado ahí mismo, y al verme nos abrazamos y me dijo que gracias a mí estaba estudiando filosofía, que aún tenía el libro de Ernesto Sabato, El túnel, que le había regalado cuando me fui del colegio.   

Pasé por otros colegios, y cada uno fue dejando algo en mí, estudiantes que fueron casi hermanos menores, que buscaban consejos en mí, cuando en ocasiones yo no sabía qué era de mi vida. Enseñar me ha mostrado que no todo está perdido, estos años han sido llenos de aprendizajes, amigos, detractores, personajes pedantes que por tener un rango más elevado intentan hacer de la educación una cárcel de adiestramiento, pero siempre he tenido presente el amor al conocimiento, ello no me deja dar el brazo a torcer. Aún recuerdo ese adolescente revolucionario o joven anarquista que pretendía ser, y no es que esos ideales hayan muerto, al contrario, mientras más viejo, pienso más en la utopía, sí, en esa utopía que es la educación en un país como Colombia, en tratar de cambiar algo desde las aulas, que sabiendo que de los 40 o 30 estudiantes que te escuchan, al menos uno puede que rompa algo en su interior y se interese por esta realidad. No pretendo que piensen como yo, sería absurdo, para eso están los fascistas que abundan en los medios y política, mi interés como profesor, docente o maestro es que mis estudiantes piensen por sí mismos, que como sociedad podamos entender, como decía el maestro Guillermo Hoyos: “valen más las palabras que las balas”. Para eso estamos, para intentar hacer algo por este país tan golpeado por dictaduras disfrazadas de democracia. Pararse frente al tablero y ponerse una bata es el acto revolucionario que escogí, pero ello significa estudiar constantemente, actualizarse, no podemos pretender que la clase y contenidos que hicimos hace un año hoy sean efectivos, ello implica sacrificio, pero ¿quién dijo que esto iba a ser fácil?, sumarle que somos los profesionales que menos ganan en el país, sabiendo que cada día luchamos contra la intolerancia, el nacionalismo, el consumismo, la injusticia y demás vicios sociales. Por ello, ser profesor es vocación, es entrega, es pensarse una forma de existencia más justa, más centrada en el otro y no en los intereses privados. No puedo dejar de pensar en todos mis estudiantes al escribir esto, y sentir un infinito agradecimiento, pues gracias a ellos hago lo que hago y soy feliz.  

 

En un país como Colombia es revolucionario pensar y luchar por la educación

 

En esta época de pandemia y encierro nos damos cuenta de la situación de muchos docentes, que son tratados como simple fuerza de trabajo, que son obligados a pasar horas enteras frente a un computador y no dando clase, sino llenando formatos y respondiendo correos de padres y madres enojados, porque sus hijos no tienen suficientes tareas para que ocupen su tiempo y así no tener la necesidad de compartir con ellos, pero muchos siguen intentando hacer el esfuerzo de no perder el contacto con sus estudiantes, pues es eso, el diálogo lo que nos hace docentes. La información está ahí, pero nosotros no somos cajeros de banco que cogen la información y la meten en cabezas, como pretenden muchos, somos quienes ayudan a hacer pensar a reflexionar. En un país como Colombia es revolucionario pensar y luchar por la educación, una educación equitativa, en donde no haya estudiantes que no puedan recibir clases por no tener un computador y conexión a internet, y que después salgan los medios a romantizar como algunos hacen esfuerzos para hacerlo. 

Feliz día a todas y todos que optaron por esta vocación.