Recuerdo hace unos diez años, cuando aún no usaba un teléfono inteligente, solía estar solo en mi habitación tratando de dibujar y escuchar música. Era muy solitario, no tenía muchos amigos, soñaba con tenerlos en el futuro. Cuando la internet empezó a invadir mi vida, empecé a cimentar dicha esperanza en plataformas como Facebook, que prometían conectarme con muchas personas, no solo gente a mi alrededor, sino también de otras partes del mundo. Por primera vez creí que podría llegar a dejar de sentirme solo.

Hoy tengo 2.000 amigos en Facebook, sigo a 3.574 personas en Instagram y charlo con aproximadamente 30 personas de los mil contactos que tengo agregados a WhatsApp. Estas son las redes sociales que más uso, y que, en mi imaginario, son los espacios que me han permitido acercarme a las personas que más aprecio en los últimos años. Hoy aún me siento solo, y a decir la verdad, creo que mucho más de lo que me sentía en esos días, cuando aún tenía 20 años. ¿Cómo es posible esto hoy cuando aun estando solo en mi habitación puedo hablarle a cientos de personas a través de mi celular, sin mover mi cuerpo de mi cama?

 

un mundo líquido que transcurre a cierta cantidad de Megas por segundo

 

Por estos días estamos confinados en nuestras casas, debemos hacerlo bajo la responsabilidad social que todos tenemos frente a cientos de vidas de personas que no conocemos, pero que algún día podremos llegar a conocer gracias a la internet y a las redes sociales que existen en el mundo. Así es, nuestro deber es estar en la casa solos, muchos con familiares humanos o con mascotas y otros totalmente solos, acompañados de una o varias pantallas conectadas a la nube, pero todo desde la casa, el apartamento, la habitación para muchos, otros las calles mismas o debajo de un puente, mejor dicho, ese nicho que al final es un espacio considerado como el hogar. ¿Qué pasa con esos espacios? ¿No nos acompañan acaso? ¿No nos brindan protección? ¿No nos susurran en las noches cuando el viento pasa a través de la ventana? Es posible que sean entes mudos, con otro tiempo vital distinto al nuestro, nos brindan un poco de ese calor que todos anhelamos al desear la compañía del otro.

Es extraño cómo esos espacios por estos días nos rodean interminablemente y, sin embargo, en su silencio los hemos olvidado. Nuestra atención está en las pantallas electrónicas, en un mundo líquido que transcurre a cierta cantidad de Megas por segundo, es un espacio que se derrite en nuestras manos y que nunca alcanzamos a sentir directamente en nuestra piel, solo cuando el celular se llega a recalentar y tibia las palmas de nuestra manos, ese calor que desprenden los circuitos y que en alguna medida nos recuerda que allí, al otro lado, en otra pantalla está alguien que nos está respondiendo el mensaje de WhatsApp. Allí, detrás del celular, hay algo que nos está cubriendo de la intemperie, es una masa hecha con ladrillos, concreto, acero, madera, barro, textiles, pintura. Son lugares que también tienen pantallas alojadas en su fachada, en sus paredes, puertas, pisos, techos, en todas las direcciones encontramos pequeños universos rezagados de nuestro pasado. ¿Se imaginan que todos estos elementos nos hablaran? ¿Qué cosas contarían? ¿Nos recordarían qué hacíamos con ellos cuando aún no teníamos nuestros celulares? ¿Qué pasaría si nos llegamos a hartar durante esta cuarentena de nuestros equipos de cómputo? ¿Volveríamos a estas antiguas ventanas? ¿Nos sentiríamos solos al interactuar con estas?

Escrito por Jonathan Chaparro integrante del colectivo Memento.
Imagen: Instante ambiguo, del proyecto Ausencia.
Fotografía digital impresa con inyección de tinta sobre papel Mate Plus HP, 1,62 m. x 1,66 m., 2017