El cielo se hizo tinieblas y cada macho comenzó a temer. Fueron arrastrados de sus casas y juzgados en las calles por sus pecados. Arrastrados de sus falos gangrenosos que habían comenzado a pudrirse la noche anterior. Todos el mismo falo, todos el mismo violador. No, no prescriptivamente, no se nace violador incontrolable. Se forjaron al rojo de su deseo, de su machismo adolescente que trascendió siglos y milenios. A nadie se le ocurrió preguntar “¿Pero si será cierto?”. No hubo burocracias amañadas, legislaciones misóginas o fanatismos religiosos que los defendieran. Nadie cuestionaba su responsabilidad, las violaciones y manipulaciones se reflejaban en sus pupilas. La recreación eterna del infierno padecido por quienes ellos creyeron que podían ultrajar impunemente.
En esas mismas calles las mujeres se regocijaban en la sangre. Reunidas en aquelarres orgiásticos cantaban a sus diosas sin voltear, sin compadecer, sin necesidad de perdonar. El infierno del hombre había llegado y ellas solo estaban allí para disfrutarlo, su mera existencia era un desgarrado grito de libertad y furia. Danzaban alrededor del fuego, se masturbaban untándose la sangre que llovía a cántaros. Lilith se elevaba en medio, desplegando sus negras alas y desgarrando cadáveres masculinos con desaforada alegría mientras los relámpagos del cielo acariciaban su clítoris.
En un rincón, el hombre primordial, el padre del fracaso machista en silencio lamentaba su historia. Su patetismo. Observaba a sus hijos morir por el peso de su propia incapacidad. Eran seres decrépitos, el aborto de dioses que los imaginaron héroes, que los llamaron padres inmortales. Y la eternidad, de pronto, se hizo más larga.
La dejaste desnudarse. La invitaste a la confianza. Tu cama, su pecho, la confidencialidad andrógina de lo humano.
Extendiendo las manos el padre huía de Las Furias. Con risas de hiena lo evisceraban mientras demonios surgían del suelo entre llamaradas, con sus vergas erectas, dispuestos a violar a los machos alfa de la malograda humanidad. El padre huía con la imagen de su hija llorando grabada en los ojos, su sobrina, su nieta, su hermana, su madre. No había escondite, la voz venía de su cabeza “La penetraste a la fuerza con el pene con el que sembraste la semilla de su vida.” Asco. Autodesprecio. El comienzo apenas de un infierno largamente prometido. “Pudiste ser el padre Sol, el padre Río, el padre Halcón. Elegiste La Bestia, la criatura enfermiza que no logra enfrentar la realidad con entereza.”
El amigo corría, se escondía entre trincheras tan viriles como fútiles. “La dejaste desnudarse. La invitaste a la confianza. Tu cama, su pecho, la confidencialidad andrógina de lo humano. Luego la tocaste, le metiste la mano por debajo de la falda después de reír con ella. De ser su hermano.” Unos dedos largos, delgados y negros, clavaron sus garras en sus piernas y lo arrastraron hacia arriba. Colgando, con su vista fija en el abismo debajo de él, fue testigo de las Bacantes comiéndose sus vísceras. Gárgolas volaban en círculos por el cielo rojo para luego clavarse hacia el suelo y desgarrarte el glande, el frenillo, los testículos. “¿Sientes eso? ¿Esa serpiente que sube por tu pierna? ¿Que se mete entre tus nalgas? ¿Sientes cómo lo disfruta? ¿Te recuerda a alguien? Tu mano por debajo de las cobijas, tocando más allá de la confianza, tentando las tinieblas de una traición que la romperá en mil pedazos, comenzando por su cuerpo.” El animal se lanza y el amigo siente su ano desgarrándose y entiende los gritos que una vez provocó, y llora como alguna vez hizo llorar, y sangra como hizo sangrar alguna vez.
El sacerdote se siente a salvo en su iglesia, pero los ángeles caídos ya han entrado en ella. Fueron testigos de las confesiones que se hacían felación. De las primeras comuniones donde la sangre es reemplazada por semen pedófilo. Estaban debajo de la cama la vez que él les prometió el paraíso con la condición de ser penetrados, aun cuando sintieran asco, vergüenza, aun cuando Dios todo lo ve. Estuvieron detrás al momento en que les condujo su mano a su erección, manipulandolos para que agradecieran a Dios el haber sido escogidos para la violación. Porque eran especiales, porque él creía en ellos. Esos ángeles surgen de los rincones del templo con crucifijos de puntas afiladas y penetran al sacerdote por sus orificios. Luego lo desmiembran y se masturban con sus extremidades. “ Eras su guía. Su maestro. Eras quien habría de tender un puente entre su alma y la eternidad. Tenían fe. Inocencia. Los obligaste a mirar el abismo prometiéndoles protegerlos, mientras esculpías la estatua de su vergüenza, el monumento de su confusión y dolor. Ahora escuchan el nombre de Dios y en sus oídos algo susurra “culpa” “traición” y no encuentran el perdón en el laberinto de su ira.”
No vieron corrupción, decadencia, hastío. No vieron cinismo, rencor creciente, noticias de las 7. No, ellos no vieron nada. ¿Para qué necesitan ojos?
Y las mujeres danzaban. Se miraban y sonreían y la calle y las noches eran suyas. La libertad y sus cuerpos. Elevándose en círculo alrededor de la Mujer Serpiente que componía música con sus gemidos y risas, música que excitaba sus vaginas y las invitaba al deseo y al éxtasis. Se pertenecían a sí mismas. Y por eso bailaban.
Hubo algunos que solo fueron indiferentes. Solo miraron hacia otro lado. Los demonios les sacaron los ojos primero. Sus gritos ensordecedores se escuchaban en cada casa burguesa, en cada empresa, en cada edificio estatal. No vieron a las mujeres de su alrededor siendo violadas, acosadas, chantajeadas. No escucharon las anécdotas de violaciones grupales en las fiestas universitarias, en las reuniones de oficina. No intuyeron la ira frustrante en la actriz porno que los entretenía en cada paja. No fueron testigos del abrumador aumento de feminicidios en su país, en su ciudad. No, no vieron a las mujeres morir abortando clandestinamente. No vieron madres a la fuerza. No vieron corrupción, decadencia, hastío. No vieron cinismo, rencor creciente, noticias de las 7. No, ellos no vieron nada. ¿Para qué necesitan ojos? Y siendo así... les cortaron las manos con las que no hicieron nada, con los dientes les arrancaron las lenguas que no usaron para enfrentar, les sacaron el corazón que no tuvieron para permitirlo todo, les sacaron el cerebro con el que no pensaron en las consecuencias.
El novio se escondía en las fotografías de los pocos momentos donde ella había sido feliz. “Pero lo intenté” repetía, mientras los garfios se clavaban en su mejilla para arrastrarlo hacia afuera. Los demonios reían danzando y se burlaban de su llanto. “La violaste y lo llamaste amor. La golpeaste y lo llamaste amor. La quisiste convertir en minúscula vergüenza y miedo y lo llamaste amor.” Los ganchos estiraban su piel hasta romperla. Los demonios comienzan así a desollarlo. Le arrancan pedazos con fuerza y sin detenerse a contemplar los estertores de un cuerpo que agoniza de dolor eterno. “El nido de la vida se pudrió desde adentro. No supiste contener la belleza y la despojaste de sus alas. La hiciste arrastrarse. Ella te amaba y ese amor lo convertiste en miedo, y luego la culpaste por sentir ese miedo.” Cada centímetro de la piel que había sido usada como un arma para desangrarla a ella, era ahora solo una plasta viscosa en el suelo. Con la carne al aire, el cadáver se arrastraba sintiendo como el viento le atormentaba cada centímetro. La caída de una pequeña ceniza era como diez látigos aplicados a su carne viva... Se arrastraba “Pero lo intenté”... y se arrastraba.
A medida que ascendía el anillo de mujeres en frenesí, el espectáculo del suelo se hacía cada vez más claro. No habría perdón, las cabezas serían cercenadas, los pecados juzgados. Morirían todos aquellos que se negaron a ser seres humanos por preferir ser “Hombres”.
Esto no es una promesa de condena eterna para convertirles en humanos por miedo. Es un hecho. Está pasando y es su momento de temer.