El rozar del telón se alzó como un sutil huracán en medio del silencio. Las miradas expectantes contuvieron el aliento ante la emergente silueta negra del monolito oscuro y brillante. El piano se alzaba solo, inmóvil y soberbio, como un titán dormido cuya profecía augura un cercano tifón que habrá de liberarlo, mientras el haz de luz se derramaba sobre él y se esparcía suavemente por el resto del escenario. Pasados unos minutos, un anciano de aspecto venerable caminó lentamente desde las sombras captando la atención de los presentes. Cuando habló, su voz pareció levantar una capa de polvo acumulada por los siglos. 

- Hoy es un regalo de los dioses. - dijo con una suave voz plateada como sus cabellos - Agradecemos su silencio, el maestro estará con ustedes en algunos minutos. - Aunque había dejado de hablar, el viejo parecía vacilante sobre sus débiles piernas. No eran sólo aquellas palabras las que había ensayado en el camerino del teatro. Una larga, esplendorosa y algo servil disertación sobre la historia del músico que habría de tocar aquella noche descansaba en el bolsillo interior de su chaqueta oscura y perfumada. En unas delicadas hojas amarillentas, se resumía la carrera de unos de los músicos más geniales, sorprendentes y enigmáticos de los que conociera en su vida y, habiendo recorrido los caminos de la música por casi setenta años, podía jactarse de que su opinión en estos temas no carecía en absoluto de valor. Este joven de cuarenta años -joven a los ojos del anciano venerable- había revolucionado la música a un punto solamente comparable con los maestros del romanticismo. Por muchos años, siendo un doloroso testigo de la decadencia del arte del siglo XXI el viejo se había preguntado ¿Qué seguiría después de la música del alma compuesta por los maestros del siglo XIX?, ¿Qué misterios se escondían en el secreto trabajo genial de aquellos a quienes el ruido de la música digital no había logrado convencer? Había anhelado un pasado que nunca fue suyo en la música de Schubert y Chopin, pero sus interrogantes le hacían sentir trastorno y nostalgia, además de una profunda soledad que rumiaba intuyendo silenciosamente una revolución que ni él mismo se atrevía a vaticinar. Pues bien, la respuesta a todas aquellas angustiantes preguntas fue el nombre del genio, el autor de la música de más allá del alma: Icarus Asmodeo Pernath. 

Aquella noche no era solo el anciano quien había reconocido en su música el siguiente escalafón del sentido artístico, de la entelequia de la labor humana. El mundo había descubierto hacía ya casi veinte años el talento del joven pianista y su fama solo aumentaba. Eso explicaba el silencio de la sala, la reticencia del viejo a vanagloriarse en recordar la excepcionalidad ajena de aquel autor. Esa noche, había anunciado el mismísimo Pernath, sería su último concierto. El silencio parecía entonces el único testigo digno de tal acontecimiento.

Feliz con su decisión, el viejo finalmente se retiró del escenario, en medio del centenar de sombras expectantes de las bancas y los palcos. 

Cuando hubo desaparecido, comenzó la zozobra. Las piernas se agitaban inconscientemente y las manos enguantadas comenzaban a sudar. Afuera la noche no parecía indiferente al suceso y las ruidosas avenidas convenían en guardar silencio, mientras un cielo estrellado servía de cuna a la diminuta especie humana, a la inmensidad de su música y a la finitud de su belleza. 

Los pasos resonaron mucho antes de que el maestro apareciera en escena. Su rostro serio y duro se levantó de entre las tinieblas expresando toda la sobriedad que la magnanimidad de la noche le parecía significar. Nadie, ni siquiera quienes se encontraban sentados justo debajo del escenario, podían ver el sudor que perlaba su frente. Los brillos débiles de un nerviosismo sobrenatural que había experimentado en sus dos décadas de carrera, e incluso antes, cuando, en su infancia los espíritus de la inspiración le habían enseñado en sueños un destino sobrehumano y extraño. 

Estirando delicadamente los dedos, luego de una venia casi imperceptible hacia la audiencia, Icarus Pernath caminó hacia el gigantesco instrumento que le aguardaba impaciente. Respirando lentamente, se sentó en la butaca negra de rojo terciopelo. Las teclas blanquísimas parecían emitir una luz propia y sus ojos tardaron en adaptarse ante el brillo. 

De las ciento sesenta y siete personas sentadas en el teatro, las treinta y cinco detrás de bambalinas y de las casi cuatro millones que verían el espectáculo transmitido por internet de forma global, ninguna respiraba. Los relojes parecían haber detenido su suave latido para armonizar con los ansiosos corazones desolados de una humanidad incrédula al saber que aquella divina vez, sería la última. La Muerte cruzó su fría guadaña por los corazones de los asistentes y en las catacumbas de su mente creció la frágil idea de estar a punto de perder la eternidad.

 

Fue entonces cuando la música comenzó.

 

Como las veces anteriores, las notas se derramaron despacio. Lentas, casi forzadas. Las gotas del rocío dorado desbordaron el cáliz del silencio y aterrizaron con suaves alas en los oídos prestos. Hojas de otoño barridas por el viento al ritmo de aquellas prodigiosas manos que danzaban en el blanco y negro del piano. Un río de cristalinas aguas recibió en su lecho a las frágiles hojas del otoño y la danza se hizo torrente. Peces hechos de música danzaban con la corriente o contra ella, provocando olas de melancolía y belleza en su superficie. Un ave de negra silueta atravesó el río rozando suavemente los lomos de los inquietos peces. A lo lejos una montaña gigantesca se alzaba en las sombras de una tormenta imponente que parecía haber estado allí esperando desde el comienzo de los tiempos. A las orillas del río, árboles de formas fantásticas comenzaron a nacer y sus ramas se retorcían evocando las letras del lenguaje de Dios. La palabra secreta se hizo canto ritual. La tierra, antes muda, desplegó su voz por encima del viento que le recitaba poemas escritos en las viejas cavernas de la Era del Fuego. De las entrañas del planeta surgían los gusanos y la carne descompuesta para alabar la vida y la belleza. Las flores acariciaban las pieles verdes y putrefactas en medio de la armonía total de la consciencia hecha Uno. 

La audiencia podía, si ponía todo su empeño en lograrlo, evadir el éxtasis y ver a lo lejos las manos danzantes y la silueta convulsa del pianista cuyo rostro no salía de las sombras mientras las dolorosas arcadas de un pulso vital superior a sí mismo le hacían retorcerse y le obligaban a seguir tocando. Pero solo los temerosos intentaban evadirse, a quienes la luz cegaba de esplendor. 

De la ciclópea montaña cuya cima se escondía entre las negras nubes que intuían relámpagos, bajó un águila calva con pico de oro y plumas de nieve y barro. Planeó por sobre el lecho del río y fue a posarse en un roble grueso y viejo como la edad del mundo. Ambos conversaron sobre la naturaleza del alma, los confines de la consciencia y el misterio de La Apoteosis, pero cuando parecían a punto de compartir el saber prohibido con el resto de la totalidad, había llegado el intermedio. 

Las manos se detuvieron abruptamente. Las tinieblas cayeron de nuevo sobre audiencia y escenario. Nadie aplaudió. No sabían a quién agradecer el éxtasis, y una buena parte lloraba y reía lo más silenciosamente que podía, evitando opacar el silencio del maestro al abandonar el escenario. 

Una pausa en la que nadie se movió de su asiento. Solo Icarus caminó con precipitación hacia las tinieblas y, trastabillando, entró en el baño del teatro. Su estómago lo estaba matando. Entró en uno de los cubículos y vomitó sangre. Sus manos sangraban también.

- Así se siente. - Se dijo, y volvió a vomitar. 

La sangre manchó su camisa impecable e hizo opaco el negro del resto del conjunto. Afuera alguien lo llamaba por su nombre, pero no se atrevía a entrar. Con esfuerzo logró ponerse en pie y sacar su cabeza del inodoro, ahora inundado de rojo. Intentó bajar la cisterna pero su fuerzas lo habían abandonado, sus manos crispadas no respondían a su voluntad. Por dentro, el fuego lo carcomía. 

- No puedo soportarlo. No puedo...- Su voz era un susurro agitado, una articulación inaudible y punzante de palabras que no llegaban a ser. 

Tropezando con los  botes de basura llegó al espejo y se miró atemorizado. Sus ojos estaban hinchados de sangre, su cuerpo entero parecía estar estallando desde adentro. Vomitó otra vez.

***

 

Icarus tiene nueve años y se mira en el espejo. Una figura hecha de luz le mira desde el otro lado. 

 

- ¡Levántate! - susurra el espíritu. Su voz es dulce como una flauta antigua. El niño ve que tiene tres pares de alas, que sus ropas son largas y parecen ondear ante un viento que él no siente. Detrás de la figura se perciben -luego aprendería en su iniciación mistérica- Las Puertas Atemporales de Las Esferas. Una de ellas parece un río, en su caudal cristalino un reflejo baila. Es un hombre, lleno de sangre, que se mira aterrorizado las manos destruidas por una música sobrenatural. El pequeño Icarus se asusta, pero el espíritu le tiende la mano. Es la primera lección de música del futuro maestro, y atraviesa el espejo mientras la voz susurra un canto en una lengua inmortal:

Despliega sus alas el ángel futuro
La sangre es bautizo de eterno esplendor
La Muerte el umbral de toda Verdad
La cópula divina invita al horror.

Los dioses esperan en ígneo fervor
Por altares escondidos en éxtasis danzan
El cuerpo inocente de alas portador
¡Se levanta! ¡Vuela!
¡Ícaro de alas sempiternas!
 ¡Viva Metatrón!

***

Esta vez los pasos irrumpieron irregulares, y las miradas que habían estado fijas en las huellas de sangre que se dibujaban en el suelo desde las teclas del piano hasta las tinieblas, vieron resurgir un hombre moribundo. Arrastraba sus pasos como judío errante y al llegar frente al piano, más que sentarse, cayó sobre la butaca. Comienza la segunda mitad del acto.

 

El silencio esta vez vino cargado de profecías.

 

La colosal montaña se alzó bajo la tormenta de la calígine primordial. Los relámpagos se insinuaron sensuales tras las negras nubes. En medio de las tinieblas se vislumbraba un camino de piedra negro que conducía hacia la cima y sus recovecos parecían perderse en las entrañas de la tierra. Los pies repletos de sangre, comenzaron su camino con dolor, llevados por una inercia divina que les invitaba, como en la visión de hacía tantos años, a subir. ¡Levántate! susurró de nuevo el espíritu e Icarus sintió el fuego en su interior expandirse en explosiones progresivas que le llenaban de desesperación y confianza a la vez.  De una caverna próxima surgió un gruñido sordo e inmenso, como la voz del terremoto. Icarus se detuvo. Algo se acercaba. Buscó a su alrededor al ángel, pero la voz solo había sido un recuerdo.

Antes de siquiera articular el terror en su mente, vio surgir una bestia gigantesca, un dragón negro e iracundo que destrozaba las rocas a su paso, lanzando tierra y piedras por doquier. El dragón escupió fuego y la llamarada alcanzó el roble viejo y al águila de nieve y barro. Si bien el animal logró escapar al ataque, el viejo árbol ardió sin consumirse, expandiendo el fuego a su alrededor. Todas las criaturas huyeron y el río se llenó de cenizas. El dragón rugió de regocijo al ver la destrucción perfecta de la armonía. Icarus siguió su camino escondiéndose de la bestia que lanzaba fuego hacia todos los rincones. Desde detrás de una gran piedra pudo ver al águila volar en círculos para atacar al dragón, y comenzó la batalla. 

El frenético movimiento de las manos del pianista convirtió su música en una terrible armonía de cataclismo universal y las mentes a su disposición comenzaron a arder con el bosque de su música. Algunas personas sintieron a sus viejos demonios treparse por sus nucas y bailar con su miedo, otras intentaron escapar del vértigo y las náuseas, pero su cuerpo reaccionaba a un abismo eterno que no estaban preparadas para contemplar. 

Las alas blancas del águila cubrieron de sombras el cuerpo del dragón y las garras plateadas desgarraron su lomo escamoso. El dragón devolvió el ataque y en una danza espiral ascendieron hacia el cielo. Sus fauces y garras se clavaban de tal manera en uno y en la otra que pronto ya no pudieron separarse y la guerra se hizo cópula, convirtiéndose en una sola criatura, hermafrodita  y perfecta, en medio de la tormenta primordial.

Por su parte, Icarus seguía su camino sintiendo la sangre escaparse de su cuerpo. Arriba, siete esferas celestiales parecían guiar su camino, rodeadas por las constelaciones oraculares de civilizaciones milenarias. Las estrellas y planetas se alineaban imitando las líneas de sus manos que no cesaban de tocar el piano en oleadas sangrientas de violencia irracional y sublimidad inefable. 

 

Todo su sufrimiento era poesía e Icarus lloraba. 

 

A medida que subía la montaña, de su piel se desprendían sombras, oscuras manchas de tiempo y espacio, de mutabilidad mortal y saber finito. Su mente adquirió la lucidez suficiente para comprender que las convulsiones sangrientas de su cuerpo cumplían la función de separarlo del camino recorrido. Miró hacia atrás. Los cuatro jinetes del apocalipsis devoraban el mundo, el río, los peces, la audiencia. La gente gritaba en sus bancas mientras era despedazada por fuerzas invisibles. Algunos habían corrido hacia las puertas pero estas no cedían. En sus casas, quienes veían el acto por transmisión global, convulsionaban, se arrancaban los oídos y los ojos o se asesinaban entre sí. Tal, era el trastorno ante el abismo, ante la visión del espejo que el pequeño Icarus había tenido a los nueve años. 

Alineados los planetas y las constelaciones, consumada la criatura hermafrodita, devorado el viejo mundo y atravesado el abismo, las alas le comenzaron a crecer. Primero como horribles protuberancias púrpuras, como moretones repletos de sanguinolenta masa, luego, estallando, se hicieron heridas plumíferas que crecían y crecían temblorosas, mientras la sangre escurría de ellas. Casi en la cima, los relámpagos rodeaban la escena de Icarus Asmodeo Pernath haciéndose ángel. 

En el escenario, su rostro, por fin, se levantó hacia la luz. Sin abrir los ojos, lloraba sangre. Sus manos, sin dejar de tocar, se hacían cada vez más livianas, el fuego en su interior comenzó a desbordarlo y su traje se contrajo por el calor. El sopor en el teatro amodorró a la audiencia que ya no buscaba escapar, sino que se arrastraba al escenario, en medio de la sangre de sus semejantes, buscando el calor fundamental, el fuego iniciático como puerta de la infinitud. 

 

Icarus abrió los ojos y extendió sus alas.

 

Las nubes se abrieron, dejando pasar relámpagos de todos los colores que formaban una escalera circular allí donde los pies de Icarus buscaban apoyarse. La escalera se hundía en las profundidades del cielo e invitaban al pianista a ascender. Atravesando las esferas planetarias y rozando las galaxias con sus alas, el joven miraba hacia el cielo y la luz parecían surgir desde adentro, como si la eternidad fuese aquello que le quemaba las entrañas, buscando salir. Los ojos de Icarus no veían la divinidad, eran la divinidad.

¡Se levanta! ¡Vuela! ¡Ícaro de alas sempiternas!
¡Viva Metatrón!

En el escenario, los miembros de la audiencia agonizaban. Afuera el orden humano buscaba explicación al ver los cadáveres arrastrándose y estirando sus manos hacia la figura frente al piano. El cuerpo de un hombre envuelto en llamas, que poco a poco se apagaba, dejando tras de sí una cáscara de ceniza con las manos todavía sobre las teclas del piano.

FIN