- ¡Shhh!

El sonido viajó a través de las bancas, subiendo por la oscuridad del techo abovedado, cayendo justo cuando el párroco salía de la sacristía.

- ¡Hija! ¡Dios te bendiga! –La voz era grave, profunda, e hizo eco por toda la estancia.

- Gracias padre –respondió la madre con una venia.

El sol entraba por los vitrales convertido en rayos coloridos casi palpables. El polvo flotaba en ellos haciéndolos sólidos. Nadie parecía fijarse, toda la atención de las dos o tres personas que ocupaban la catedral se centraba en la tétrica figura del hombre crucificado. Decían que se llamaba Jesús.

- ¡Manuel! –La voz irritada de su madre apartó su vista de la sangre falsa que escurría por el cadáver falso–. ¡Venga para acá! –No gritaba, pero la impaciencia la hacía grotesca. El niño caminó hacia ella sin ánimo, guardando en su bolsillo un objeto con el que había estado jugando mientras el padre salía.

- Manuel, te presento al Padre Casallas –tomó su mano con fuerza y lo obligó a dar un paso al frente. La sotana negra hedía a humedad. Su mirada subió por entre los oscuros pliegues y se encontró con un rostro muy parecido al de Jesús. No por la barba o la sangre, sino más por su apariencia falsa. La sonrisa era tensa, los ojos oscuros, el cabello corto y negro.

- Puedes llamarme Antonio, Manuel –y estiró su mano al niño. Al tacto era fría, como todo en aquella iglesia. No quería estar ahí, afuera el sol brillaba y los prados del cementerio se veían verdes y frescos. Odiaba los domingos, odiaba la iglesia, odiaba al padre Casallas, pero, sobre todo, odiaba a Dios.

 

"Nadie parecía fijarse, toda la atención de las dos o tres personas que ocupaban la catedral se centraba en la tétrica figura del hombre crucificado"

 

Lentamente el padre lo alejó de su madre. No iban al confesionario ¿No eran sus pecados dignos de este? ¿Acaso el padre subestimaba su capacidad para pecar? Pero ya le mostraría…claro que le mostraría.

- ¿Entiendes lo que es la primera comunión, hijo?

- Si. Es cuando Dios deja de ignorarme, me como su carne, bebo su sangre y confieso mi alma a Él –el tono irritado del niño no superaba su ingenuidad, o al menos, eso le pareció al padre Casallas.

- Jajaja hijo, Dios no nos ignora. A ninguno. Lo aceptemos o no en nuestro corazón, Él nos espera en su reino, nos cobija con su cariño. Nos bendice. La primera comunión es más un evento voluntario. Eres tú quien comulga con Dios, demuestras tu buena voluntad hacia Él, y rechazas el pecado del mundo por el cual Jesús murió.

 

Avanzaban por pasillos oscuros, dejando atrás la nave principal de la catedral. Su madre debía estar orándole al cadáver de Jesús junto a las demás personas grises regadas en las bancas. Este Jesús era bastante lúgubre ¿no? Lúgubre… ¿dónde había aprendido esa palabra?

- …Por eso hoy realizarás tu confesión. Dejarás al descubierto tu corazón ante Dios y la Iglesia. Todo… incluso los rincones más oscuros de tu alma, serán para Él.

- ¿Por qué está Dios tan interesado en la oscuridad? La iglesia, el alma, el mundo… para él todo es oscuro y… lúgubre.

- Jajaja ¡Hijo! –El padre pareció sinceramente sorprendido, pero seguía subestimando la capacidad de raciocinio del niño que tenía en frente tomándolo todo como un chiste–. Para tener siete años haces bastantes preguntas. No, hijo, Dios no quiere la oscuridad, lo que quiere es derramar su luz sobre cada rincón de nuestro mundo, perdonarnos por abandonarlo a Él y a su palabra, cuidarnos del Tentador y vigilarnos para que no caigamos en el pecado y la desgracia.

- ¿En cada rincón?

- Hasta el último…

- Como… ¿un sistema antirrobo?

- Jajaja si, hijo, como un sistema antirrobo. Bueno, hemos llegado.

 

"¿No eran sus pecados dignos de este? ¿Acaso el padre subestimaba su capacidad para pecar?"

 

 

Ante Manuel se abrió una puerta de madera, grande, pesada, que daba a una habitación escueta de pobre decoración. Un camastro, un crucifijo en la pared, una silla y en el fondo un escritorio. No había ventanas, y la única luz provenía de un candelabro mediocre. La mano sobre su hombro lo incitó a entrar, y cerró la puerta detrás de él. El padre Casallas lo invitó a sentarse donde quisiera, Manuel escogió el camastro esperando comodidad. No la consiguió.

- ¿Usted duerme aquí? Es muy duro –dijo intentando acomodarse.

- No, esa es la cama del sacristán. Él se las arregla –el sacerdote tomó la silla y la puso frente al camastro. Sentándose, rozó con su rodilla la del pequeño, y la dejó allí.

No le gustaba ese cuarto y no le gustaba ese hombre. Estaba demasiado cerca y el olor a humedad se hizo, de pronto, insoportable ¿Por qué su mamá lo dejaba irse con él si siempre le decía que no hablara con extraños? Ese Dios…sólo les importaba dentro de la Iglesia. Siempre ausente, lejano y muerto. Su única imagen era un cadáver crucificado y querían que le entregara su alma a Él. ¿Sería el pequeño Manuel el del problema? Para todos parecía un acto razonable, comulgar, confesar, amar a un ser cuya mirada buscaba cualquier fallo, cualquier grieta, para enviarnos al lago de fuego por toda la eternidad, donde las llamas arden y no se consumen y el dolor es infinito. Algo no andaba bien con ese Dios, pero Manuel se guardó sus ideas y siguió con el juego. En ese momento se percató de haber estado manoseando el objeto en sus bolsillos, ese que guardó cuando vio salir al padre. No sabía por cuanto tiempo lo había hecho, pero no podía parar. ¿Quién habría dejado esa navaja en el confesionario?

- ¿Estás listo para confesarte?

- Si, padre.

- Bien. Hay varias formas de pecar –dijo el padre juntando las manos de forma reflexiva –: de pensamiento, palabra y obra. Comenzaremos por las obras e iremos lentamente hacia palabras y pensamientos ¿te parece?

- Por mí está bien.

- Bien…

Un silencio incomodo llenó la estancia mientras Manuel no podía dejar de pasar sus manos por aquella navaja. Jugando en el confesionario la había pateado suavemente y se había percatado de ella. Era negra, con inscripciones extrañas. Parecía antigua, pero la sangre en ella seguía fresca. ¡Sangre! De pronto, el niño sintiéndose confundido, pidió ir al baño. El padre Casallas le señaló una puerta, a la izquierda de la grande por la que habían entrado. Era delgada y negra. Caminó hasta allí, encendió la luz y se encontró, de pronto, en un baño diminuto.

Necesitaba calmarse. Este lugar lo sofocaba ¿Por qué parecía tener tanta rabia? Le temblaban las manos y un sudor frío le recorría la nuca. En el espejo un rostro pálido le devolvió la mirada y pensó en la navaja. Sacándola del bolsillo, notó que su mano izquierda estaba llena de sangre. La hoja del arma estaba cubierta de rojo, incluso partes del mango se hallaban manchadas. Abrió la llave para juagarla, pero la sangre no se quitaba, ni de sus manos, ni del arma. El corazón le latía muy rápido. El baño, de pronto, pareció muy pequeño.

 

"Era negra, con inscripciones extrañas. Parecía antigua, pero la sangre en ella seguía fresca."

 

- Manuel…sal –la voz del sacerdote, apagada por la puerta le llegó sorpresivamente. Había sangre en el lavamanos y el suelo. Apagó la luz con el mentón, corrió el seguro con su mano envuelta en la manga del buzo y abrió.

- Ven, acá estaremos más cómodos –el padre tomó al niño por las axilas, sin que este sacara las manos de los bolsillos, y lo subió a la cama, con la espalda recostada en la pared, se sentó él a su lado y puso su mano en la pierna del niño–. Bien…tus actos.

Manuel enumeró varias futilidades. Bromas a compañeros, males en su casa, floreros rotos, tapetes quemados, etc. Un ejercicio automático del hombre y el niño, mientras aquel subía su mano lentamente por la pierna de este, aprovechando cada cambio de postura para hacerlo.

- Tus palabras, Manuel –ahora el padre parecía consternado. Una de sus manos se había perdido entre los pliegues de la sotana, y se agitaba sutilmente, de abajo hacia arriba.

- He mentido…–la mano ya tocaba la parte interior del muslo –, he dicho groserías…

- ¿Qué…qué groserías?

- Le he dicho “puta” a mi mamá –esta última frase logró captar la atención del sacerdote, y su mano dejó de moverse por un instante, para recobrarse y continuar inmediatamente.

- Pero Manuel… ¿Por qué? –Dijo el hombre poniendo finalmente su mano sobre la cremallera del pantalón del pequeño.

- Porque es…una puta.

- Manuel, no hables así de ella. Se preocupa por ti, por tu alma. Te trae a la casa del Señor… –la mano del padre comenzó a masajear el pene del niño a través de la ropa. Manuel comenzó a sentir una erección incomoda que lo avergonzaba. Quería salir huyendo, pero estaba paralizado contra la fría pared–. Para que él derrame su gracia… –La mano subió hacia su vientre, metiéndose entre el buzo y su piel. Los dedos fríos rebuscaban impacientes. El niño miró la cara del padre y vio cómo, por la comisura de sus labios, se derramaba un hilillo de saliva. El hombre se deshacía en lujuria por la tierna carne–. Para llevarte al Paraíso de nuevo y hacerte probar del elixir de su sangre…de la salvación.

La sombra del párroco creció cuando se acercó de manera definitiva al niño, sacando su miembro erecto para que este lo viera. Su otra mano buscaba introducirse en los pantalones de Manuel. De forma violenta, comenzó a halar las manos del niño fuera de los bolsillos para que tocara su pene que surgía de entre la sotana.

- ¡Acéptalo, Manuel! ¡Acepta al Señor en tu alma! –La voz del padre se llenaba de ronquidos libidinosos. La saliva le caía en la ropa al pequeño, que sin entender muy bien lo que sucedía, intentaba desasirse del hombre.

En un impulso violento, el niño logró bajarse del camastro y correr hacia la puerta. Estaba cerrada, volviéndose, vio al padre Casallas de pie, con su erección al aire, sonriente.

- Ven Manuel, no hemos hablado de tus pensamientos –dijo mientras se acercaba–¿Has tenido…pensamientos impuros?

Al intentar abrir la puerta, las manos llenas de sangre del niño, gotearon sobre el suelo. El sacerdote, abriendo desmesuradamente los ojos, se revisó la sotana. Pero no era su sangre ¿era del niño?

- Manuel… ¿de dónde viene esa sangre? –La sonrisa del padre no se borraba de su rostro mientras seguía acercándose. El líquido parecía avivar su erección, que se sacudía con palpitaciones irregulares.

 

"Shhh…pequeño…shhh…estoy contigo. No necesitas a Dios. Shhhh…"

 

Sin saber qué hacer, el niño corrió al baño y se encerró allí. En el espejo, un rostro bañado en lágrimas le devolvía la mirada. ¿Qué era lo que sentía? Vergüenza, miedo, rabia…En sus pantalones algo seguía estando fuera de lugar, pero le daba pena pensar en ello. Sacó la navaja. Al menos podría defenderse.

- Manuel…jajaja…hijo, no temas. ¿No quieres confesar tus pecados? –La voz venía de muy cerca, como si estuviese pegada a la puerta. El tono era íntimo, sensual–. Desnúdate…ante Dios, pequeño. Entrégate a Él… ¿O quieres ser como la puta de tu mamá? Tienes razón Manuel, es una puta, no confíes en ella, confía en Dios, y en mí que te hablo por Él. No te haré daño, sólo…déjame…tocarte…niño… –el sonido de un cuerpo restregándose contra la puerta acompañaba las palabras y gemidos del padre Casallas. El niño no prestaba atención, su mirada reposaba en la navaja. Sabía lo que debía hacer, pero sus manos temblaban de manera incontrolable.

- Shhh…pequeño…shhh…estoy contigo. No necesitas a Dios. Shhhh… –La voz en el confesionario. Era la misma, y opacaba al padre Casallas y sus promesas–. He venido a salvarte… –Venía de la pared del fondo del baño. Era cálida y familiar, como si hubiese estado siempre allí para ser escuchada, como si hubiese ocupado el espacio que había dejado Dios–. Déjame hacerme cargo de esto…todo saldrá bien…Sshhh.

- Manuel… –La impaciencia reemplazaba el deseo en la voz al otro lado de la puerta–. Sal ya. No tenemos todo el día. Tu madre estará preocupada. ¿Acaso quieres que le diga lo de la sangre? ¿ah? Manuel, sé inteligente. No te estoy pidiendo nada del otro mundo. Sal, terminemos tu confesión, aquí, juntos, los dos. Te he traído hasta aquí porque eres especial, Manuel, porque te amo…como Dios te ama. ¡Dios te ama a través de mí! ¿No quieres de su gracia? ¿Vas a ignorar a tu creador? Niño estúpido ¡Sal! –comenzó a dar violentos golpes contra la puerta–. ¡Te lo ordeno! ¡Hoy mismo conocí a otro como tú! Más impuro, un condenado, sin esperanza… su alma arde ahora en el infierno, al que irás a parar, tú y tu madre, por tu culpa. Allá, en las llamas del averno la van a violar cien demonios, por ti… y yo…yo gozaré, Manuel, al imaginarla siendo amputada, sometida y humillada por toda la eternidad… Será como el que conocí hoy… Un asesino ¿sabes qué decía? Que no había sido su culpa… que algo lo había obligado… ¡Mentira! Dios sabe que su alma… como la tuya, están repletas de pecado y blasfemia. ¡Sal, Manuel, sal y déjame tomarte! Y bebe de mí… que soy el camino, la verdad y la vida.

De golpe, la puerta se abrió. El padre Casallas tenía sus brazos extendidos, hacia el cielo. De sus manos escurría semen, pero su erección seguía allí, esperando los tiernos labios del pequeño.

- Bebe…bebe de mí, Manuel–. El rostro sudoroso y sonriente del sacerdote bajó su mirada y escudriñó en las tinieblas del baño. Silencio, y nada más.

Masturbando su miembro erecto, caminó hacia la oscuridad, llamando a Manuel entre susurros. Al llegar al umbral, buscó el interruptor. La luz del baño se encendió lentamente. El sacerdote paseó su mirada por el baño. El suelo, estaba inundado de sangre. Las paredes, el lavamanos, manchados por doquier de carmesí. En el centro, de espaldas, estaba el niño desnudo, sus ropas yacían alrededor del baño. Debajo de la sotana, el pene del padre reafirmaba su rigidez, e impaciente, se apresuró hacia el infante.

- ¿Pensamientos impuros? Claro que he tenido pensamientos impuros, padre –la voz era la de un hombre, gruesa, gutural, hablaba entre susurros–. Usted padre, usted los provoca en mí.

El sacerdote había detenido su impulso, ahora, sin darse cuenta, retrocedía. El miedo se filtraba por sus extremidades, y de pronto, su pene fue flácido.

- Por favor, Antonio –no era la voz del niño, pero venía de él. La luz del baño parpadeaba lentamente e iluminaba el pequeño cuerpo que se agitaba en leves espasmos–. Tómame, Antonio. Hazlo…no soy el primero…ya sabes cómo hacerlo. ¡Vamos! –Reía…esa voz. La sangre se derramaba en el suelo, y un sonido húmedo acompañaba los movimientos del niño–. Ya sabes cómo hacerlo ¡Vamos! Manipula la verdad, dime que es su voluntad, amenázame con el infierno… penétrame, usa a Dios para darte placer ¿Te has imaginado a tu alma siendo violada, Antonio? –La suave risa continuaba mientras el niño levantaba su cabeza, llevándola hacia atrás, muy atrás, hasta que su mirada se encontró con la del sacerdote que, petrificado en la puerta, había comenzado a llorar. El cuerpo del niño formó entonces un arco, y sus manos como patas, recibieron el peso del torso. En esa postura, el padre Casallas pudo ver de dónde provenía la sangre. En la entrepierna, donde debía estar el miembro del niño, había una gran mancha roja que se derramaba. Manuel se había practicado una castración.

 

"no era la voz del niño, pero venía de él. La luz del baño parpadeaba lentamente e iluminaba el pequeño cuerpo que se agitaba en leves espasmos"

 

Antonio quiso salir a correr, pero la sangre lo hizo resbalar. La abominación que salía del baño, andaba rápido, siempre sonriente. Caminaba en cuatro patas, de espaldas. Sus ojos eran negros, como los de un tiburón, invitando a la muerte. El rostro se mecía en una eterna mueca de burla, acercándose.

- Responde Antonio –el sacerdote se montó al camastro, intentando huir, ya con asco, ya con pánico. El niño dejaba rastros de sangre en su camino hacia él. Fue entonces cuando el sacerdote comenzó a gritar. A su vez las risas del niño se hicieron estridentes, demoniacas.

- Llama a tu Dios, Antonio –las manos del niño se posaban ya sobre las sábanas, y el resto de su cuerpo comenzaba a trepar sobre el lecho, mientras el padre se arrinconaba en la pared, sin dejar de gritar–. Llama al Dios que traicionaste por un orgasmo. Llama al tirano de tu carne ante quien te has revelado. ¡Llámalo Antonio y te juzgaremos juntos! ¡Tráelo, y viólalo, como a los niños! ¿Cómo te sentiste cuando les decía que era su culpa? ¿Poderoso? ¿Sagrado?

Los gritos del padre no lograban opacar aquella voz infernal, y ni siquiera llevarse las manos a los oídos era suficiente. En medio de sus alaridos, el monstruo introdujo algo en su boca. Algo viscoso, tibio. El padre trató de escupirlo, pero las garras del monstruo eran muy fuertes. Eso no era Manuel.

- Trágalo entero –dijo la criatura, y acercándose al oído del sacerdote le susurró–. Bebe de mí. –Fue entonces cuando Antonio comprendió que tenía en su boca el miembro amputado del pequeño. Su cuerpo reaccionó con arcadas de vómito, pero de nuevo la bestia no lo dejó expulsarlo. Ahora el sabor a ácido gástrico se mezclaba con el de la sangre inocente del pequeño Manuel.

- ¿Te has imaginado a tu alma siendo violada, Antonio?

El padre lloraba entre sangre y vómito. Dirigió su mirada al crucifijo en la pared, pero nadie respondió. Estaba solo. El cuerpo trastocado del niño se restregaba contra él, seduciéndolo, manchándolo de la sangre del pequeño Manuel. Los ojos negros se acercaban burlones a su rostro y lo obligaban a mirar, mientras una de las manos sellaba su boca, y la otra jugueteaba con la navaja rasgando la sotana aquí y allá.

De golpe, la criatura soltó su rostro y lo lanzó hacia una de las paredes. El cuarto tembló con el golpe y el crucifijo cayó al suelo junto con Antonio. La sotana se pegaba al suelo por la humedad, mientras el sacerdote se arrastraba hacia la puerta. La criatura bajó del camastro ejecutando movimientos dolorosos de ver. El rostro colgante del niño sonreía mientras una de las manos tomaba el crucifijo entre sus dedos crispados. El candelabro proyectó la sombra del monstruo encima de Antonio, y el grito de este invadió el cuarto cuando, con una embestida, la mano introdujo el crucifijo en el ano del padre. La sangre comenzó a salir debajo de la sotana, y al primer golpe le siguieron más, cientos, miles, millones… Antonio sentía su cuerpo partirse en dos, sentía el dolor, sentía lo irremediable del daño causado, sentía la amenaza del infierno sobre su cabeza.

- Recibe al Señor, Antonio. ¡Recibe su gracia jajaja abre tu corazón y tu recto a Él! Permite que derrame su amor en tus orificios. –La mano buscaba penetrar cada vez más profundo, y la herida, al crecer, dejaba espacio para que centímetro a centímetro, el pedazo de madera se incrustara en el interior del sacerdote. Por los golpes, el crucifijo había comenzado a astillarse, y rasgaba la piel del perineo, haciendo del dolor algo insoportable.

La bestia, por fin, se detuvo. Antonio yacía agonizante sobre su propio vómito, sangre y orina. Su entrepierna estaba destrozada. No podía mover las piernas sin sentir que el dolor lo escocía. La criatura, pasó su mano lentamente, acariciando su rostro, los ojos negros llenos de ira, se encontraron con la mirada suplicante de Antonio.

- ¿Quieres que el dolor se detenga? –Preguntó la criatura, sonriendo. El sonido burbujeante de la sangre respondió por el sacerdote–. Pero, si ni siquiera estás en el infierno todavía.

 

 

Ilustración: Natt Pin
Instagram: @natt.pin