- ¡No se mueva mucho!
- ¿Qué siente?
Jorge Rodríguez miraba a sus compañeros de oficina desde el techo. ¿Por qué tenía que pasarle eso a él? Pero ¿qué era lo que pasaba? ¿Cómo nombrar aquel suceso? No tenía idea, ninguna palabra se le venía a la lengua. Aunque como un sonido amortiguado llegaba su cabeza la idea de lo inusual. Sí, eso era, inusual. Había sucedido algo inusual. No le gustaban las cosas inusuales.
- Jorge, intente saltar.
Con nervios aún, Jorge se levantó… ¿o se agachó? Era difícil pensar en sus acciones estando de cabeza. ¿O era el mundo el que estaba de cabeza?
Había sido una mañana normal en la oficina. Una mañana como todas las mañanas, en una oficina como todas las oficinas. Computadores, llamadas, memorandos, a Sandra la de contaduría la habían echado el día anterior, el jefe había llegado quince minutos tarde y con una corbata que no combinaba. Patricia, había gritado a Luz, la señora de los tintos, por haberle regado el café en la falda comprada por catálogo y Henry seguía piropeando a Clarita, la recepcionista. Sin embargo y pese a las normas organizacionales de la empresa, que entre otras cosas prohibían la ropa casual, la comida en el puesto de trabajo y el ingreso de personal ajeno a la compañía, Jorge Rodríguez se había caído de para arriba. Sí, así como lo leen, se había caído de cabeza al techo. Estaba pidiéndole el favor a Ernesto el mensajero de que le pagara un recibo y ¡pum! La gravedad, como riéndose de Newton, se había invertido única y exclusivamente para Jorge Rodríguez de recursos humanos dejándolo tirado en las láminas de poliestireno del cielo raso, que por el golpe se habían desacomodado e incluso roto bajo el “peso” del oficinista.
Si bien el golpe en la cabeza no le había dolido demasiado, aún no se recuperaba de sucedido. Los oficinistas desde el suelo veían a su compañero agachado en el techo intentando ponerse de pie sin perder el equilibrio entre la rendija de metal, los cables y los tubos. Cuando por fin lo logró siguió el consejo de Ernesto y saltó hacia abajo (o arriba), pero su cuerpo volvió a posarse en el techo, entre las pálidas lámparas de neón. El pobre Jorge comenzaba a marearse de tanto mirar al revés. Qué curioso resulta adaptarse a las nuevas cosas cuando se tiene tanto amor por la rutina, y es que si alguien en aquella oficina era amante de lo cotidiano era ese sujeto que, desesperado, se balanceaba dubitativo en el techo.
Todas las mañanas Jorge Rodríguez se levantaba, ponía a hacer agua de panela mientras se entraba a bañar. 5 minutos en la ducha, ni uno más. Salía, le apagaba a la estufa, se servía un pocillo grande de la bebida caliente y la consumía (con pan si había) mientras se afeitaba. En la alcoba, esperándolo, estaban en orden sobre la cómoda: un par de medias, calzoncillos, una camiseta blanca, una camisa, un pantalón de dril, una corbata, un cinturón y un par brillante de zapatos de charol. Todo había sido predispuesto la noche anterior entre las 8:00 y las 8:30 p.m.
Al salir se echaba tres veces la bendición y se despedía de su apartamento. Treinta y cuatro pasos al paradero del bus, que pasaba a las 6:45 a.m. y llegaba a la calle del edificio donde trabajaba a las 7:45. Se fumaba un cigarrillo, sin filtro, lo aplastaba y luego lo lanzaba a la misma alcantarilla todos los días para luego subir los siete pisos en el ascensor de la izquierda (el de la derecha lo usaban los de la limpieza y Jorge odiaba el olor de un trapero húmedo) y entrar por la puerta de vidrio desde la cual se veía a Clarita haciendo llamadas y accionando el fax.
Así, todas y cada una de las mañanas de los 10 años que llevaba trabajando para aquella empresa. Sin contar algunos retrasos por gripas o compromisos, nunca había variado la rutina para Jorge Rodríguez de recursos humanos. Y es que para Jorge el mundo funcionaba así, como un reloj, exacto, constante, imperturbable. Hasta esa fatídica mañana.
- Jorge – decía ahora Ernesto con su casco de motocicleta puesto - camine hacia la pared e intente bajar por ahí. – El mensajero era quien manejaba mejor la situación. Clarita había llamado a la policía, Patricia y Luz rezaban el rosario. El jefe discutía con Henry si despedir a Rodríguez pues ¿Qué beneficio podía traerle a la empresa un tipo que se cae de para arriba? Y Jorge, aunque lo intentara ocultar, comenzaba a perder la calma.
Temblando, más por la impaciencia que por el miedo a caerse, pues había comprobado que por más inusual que fuese su estado parecía poseer cierta constancia, Jorge se acercó paso a paso, lentamente hacia la pared de la izquierda, al lado del botellón de agua y de la máquina de tintos. Se apoyó en la superficie lateral y comenzó a deslizarse hacia arriba (abajo) pero no logró llegar más allá de lo que su altura le permitía. Saltó y volvió a caer sobre el cielo raso.
- Rodríguez, las láminas rotas del techo se le van a descontar del sueldo. – Dijo el jefe que había decidido esperar a ver en donde terminaba todo esto para decidir si despedía al pobre Rodríguez. Ante la presencia del superior, los oficinistas, intimidados, volvieron a sus labores normales. La recepcionista a contestar llamadas, el mensajero a recorrer la ciudad en moto y la señora de los tintos a recibir humillaciones de personas igual de jodidas que ella.
- Pero doctor…yo…- Jorge miraba a su superior bastante confundido ¿Cómo iban a cobrarle algo que había dañado por accidente? ¿Acaso él tenía la culpa? Tal vez no directamente, pensó Jorge, pero si yo no hubiera estado acá cuando esta vaina me pasó, no tendrían que reponer las láminas.
- Bueno jefe. – dijo por fin.
- Ahora bájese de ahí, necesitamos hacer el papeleo del reemplazo de Sandra.
- Sí señor. – Pero aunque Rodríguez quisiera bajarse no sabía cómo. La impotencia llenaba su mente y su cuerpo parecía congelado debido a la duda.
- Baje. – repitió el jefe. Los demás parecían querer ignorar el asunto. Ninguno quería meterse en problemas con el Doctor Restrepo. Aquel hombre inspiraba más miedo que respeto y además, Clarita tenía una hipoteca que pagar, Henry tenía dos hijos en la universidad y Patricia necesitaba una nueva falda para reemplazar la que Luz le había dañado. Jorge comprendió que estaba solo y que necesitaba solucionar aquel predicamento cuanto antes.
- Señor Rodríguez, lo estoy esperando.
- Sí, doctor restrepo. Deme unos minutos.
- Es Doctor Restrepo Rodríguez. Soy su jefe, hábleme en mayúscula.
- Sí, Doctor Restrepo
La figura de su superior parecía más desagradable al verla de cabeza, con su traje gris y su corbata que no le combinaba. Jorge realmente quería obedecer, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Le dolía el cuello de tanto mirar hacia abajo (arriba) y Ernesto, el mensajero, se había ido sin llevarse el recibo que le había pedido que pagara. “Me van a cortar el agua” pensó Jorge. El Doctor Restrepo sin dejar de mirar a su subalterno invertido, se alejó lentamente hacia su oficina con su usual mirada amenazante e intimidadora. Rodríguez odiaba esa mirada. El Doctor la usaba a diario, pero casi nunca con él. Jorge había aprendido de su familia a ser un hombre trabajador, honesto y diligente, por eso odiaba que su jefe lo mirara así, como si no trabajara, como si no cumpliera con su deber. “Estoy al revés ¿qué puedo hacer?” parecía decir la mirada del pobre mientras, al revés, buscaba algo en el suelo de lo que agarrarse. Sus compañeros por su parte lo miraban de reojo rogando al cielo que entre las soluciones planificadas, ellos no estuvieran incluidos.
- ¡Henry! – dijo Jorge. Al parecer había descubierto una forma de bajarse. Henry no contestó.
- ¡Henry! – repitió el hombre al revés y de nuevo no obtuvo respuesta.
- ¡Yrneh! – dijo una vez más Jorge.
- ¿Qué? – El compañero de Jorge no había entendido lo último que este había dicho.
- ¡On isac euq!
- ¿Que qué? – dijo Henry confundido
- Emeduya ,agnev – decía Jorge haciéndole señas al oficinista al derecho para que le acercara algún objeto y poder descender hasta el suelo.
- Jorge, no le entiendo. – Henry se había puesto de pie y se acercaba a Jorge.
- Rovaf rop eduya em euq ,onamreh – Rodríguez comenzaba a perder la paciencia.
Los demás oficinistas escucharon las extrañas palabras que pronunciaba su compañero y al igual que Henry comenzaban a acercarse el pobre al revés.
- Rovaf rop eduya em euq ¿edneitne on euq?
La confusión se vio dibujada en todos los rostros de la oficina. Incluso el Doctor Restrepo asomó su cabeza desde la puerta de cristal de su oficina.
- ¿Asap euq?
- Jorge, está hablando al revés. – Dijo Luz.
- ¿ísa omoc?
- Jorge, en serio, no le entendemos nada – Dijo Patricia.
- Sadabob ed esnejéd
- Mire Jorge, creo que va a tener que hablar con señas porque en serio no entendemos.
- Henry, pásele algo para que escriba.
Henry tomó una libreta y un esfero y se los lanzó a su compañero. El esfero y la libreta al tocar las manos de Jorge cambiaron, al igual que él, su orientación gravitacional y cayeron al techo. Jorge se agachó y comenzó a escribir apoyando la libreta en su pierna derecha.
“Que me ayuden a traer la escalera de la limpieza para ponerla al revés y poder subir hacia abajo”
Como nadie pronunció palabra, Henry corrió hacia afuera de la oficina y llamó a Don Pablo, el conserje y le pidió la escalera. El viejo la trajo y al ver a Jorge en el techo se quedó mudo ante el grupo de oficinistas. Henry arrancó la escalera de las manos del viejo estupefacto y la volteó con la ayuda de Luz para luego llevarla hacia Jorge.
- Saicarg – dijo Jorge, pero recordó que ninguna de sus palabras era comprendida y escribió en el papel.
“Saicarg”
Los oficinistas vieron aquel mensaje y miraron a Jorge confundidos. Este, al ver la inesperada reacción miró lo que había escrito y no supo qué decir al ver la palabra que había querido plasmar, escrita al revés. “Odnaroepme nátse sasoc sal” pensó Jorge.
Henry y Luz por fin colocaron la escalera al revés y la pusieron al alcance de Jorge. Al entrar en contacto con el oficinista invertido, la escalera cayó hacia el techo, con tan mala suerte que dio en el pie del pobre Rodríguez.
- ¡Atupeujih! – Exclamó.
El resto lo miró confundido. El viejo Pablo, fiel católico y creyente de las posesiones demoniacas, cayó desmayado detrás del grupo que miraba con creciente interés al sujeto en el techo que se consentía el pie lastimado. Cuando se recuperó, Jorge comenzó a descender por la escalera con la esperanza de tocar el suelo y volver a la normalidad. Subió un escalón. Los oficinistas lo miraban. El Doctor Restrepo lo observaba amenazante como diciendo “si no funciona, queda despedido”. Subió el segundo escalón, y luego el tercero. En ese momento alguien timbró en recepción. Clarita, instintivamente unida a su puesto reaccionó inmediatamente. Era la policía.
- Doctor Restrepo. – dijo Clarita. – La policía.
- ¿Qué? ¿Quién llamó a la policía?
Todos se quedaron en silencio, pero la mirada de culpabilidad que Clarita no supo ocultar, la entregó a su destino.
- Queda despedida. – Dijo el Doctor Restrepo para luego ir a atender personalmente a los dos agentes que con sus trajes chillones esperaban en la puerta. El Doctor, como buen jefe, comenzó a dar cuenta de sus habilidades retóricas para convencer a los agentes de que no sucedía nada y que todo había sido un mal entendido. Luego de varios minutos, logró convencerlos y cuando estaban a punto de retirarse, Dios quiso que el destino se interpusiera entre aquel Doctor y el éxito de su fachada de normalidad.
- Qué pena doctor restrepo ¿usted podría regalarme un tintico? – dijo uno de los agentes. – Es que son las 8 de la mañana y usted comprenderá que el frío que hace aquí en Bogotá es muy perro.
- “Es con mayúscula”- pensó el Doctor Restrepo. – Claro señor agente, ya se lo traigo.
- Gracias doctor. Y Agente es con mayúscula – El policía sonrió luego de haber dicho la frase y se volvió a su compañero como dándole a entender al doctor que ya podía ir a traerle el tinto. El Doctor Restrepo sonrió sin esforzarse por fingir una sonrisa convincente y se fue por el tinto. Cuando había dado dos pasos hacia la máquina de café el policía se asomó por la puerta de cristal.
- Con dos de azuca…- la frase quedó incompleta en la boca del servidor público. Sus ojos se habían posado en el grupo de oficinistas alrededor del sujeto al revés que durante toda la conversación en la puerta no habían movido un músculo, alguno incluso se había resistido a respirar demasiado. - ¿Qué está pasando acá? – dijo el oficial sin comprender muy bien lo que sus ojos veían.
- Odidecus ol ed sonodnéir someratse ozreumla led aroh al arap euq ozitnarag el, sartseun sonam ne otse rajed detsu edeup, áradnirb ol es Opertser Rotcod le otsug noc, otnit us ereiuq is. Osecus etse ed nóisulcnoc al sodot arap airotcafsitas aes euq arenam ed olranoiculos rop elbisop ol odneicah somatse epucoerp es on orep. Néibmat sortoson a. Oñartxe elranos ebed, ís ajajaj ohcet le aicah íac em yoh etnemelbacilpxeni euq se edecus euq ol laicifo roñes. – dijo Jorge y terminó su intervención con una sonrisa.
- AAAAAH!!! – gritó el oficial mientras disparaba su arma hacía el pobre oficinista y descargaba sus seis tiros entre láminas de poliestireno y bombillos de neón. Sin embargo, algo aún más curioso de lo que ya había sucedido antes sorprendió tanto a Jorge como al resto de los presentes. Al entrar en contacto con el sujeto al revés, las balas cambiaron su curso, dirigiéndose en dirección exactamente contraria a la que habían tomado al salir del cañón del arma, y cuando todo el alboroto se hubo calmado el oficial de policía yacía muerto en la alfombra de la oficina.
El silencio llenó la habitación y lo único que se escuchó inicialmente fueron los gritos de terror del segundo policía, quien por supuesto había presenciado todo y que avisaba por radio acerca de un “6610 en proceso” mientras se atrincheraba inútilmente detrás de una de las paredes laterales de la entrada de la oficina. Mientras tanto, Jorge, que debido al ataque del policía había tenido que descender (ascender) y esconderse de los proyectiles, subía de nuevo escalón por escalón hacia el suelo. Cuando tuvo la alfombra a su alcance, tardó un segundo en tocarla, pero al hacerlo, el universo entero sufrió una inversión y todo quedó al revés, es decir, al derecho.
Jorge cayó hacia arriba como la gente normal, al igual que la escalera, la libreta y el esfero. Finalmente, como había augurado el oficinista invertido, todo se solucionó satisfactoriamente para todos. El mundo quedó al revés pero como no había nadie al derecho, ninguna persona notó el cambio. El Doctor Restrepo más por temor que por consideración, no despidió a Rodríguez ni a nadie más. Luz, Henry, Patricia y Clarita siguieron con sus vidas. El viejo conserje Don Pablo no volvió al séptimo piso del edificio. La muerte del policía fue atribuida a su compañero, quien sin embargo salió libre por alegar un episodio de “locura temporal”, argumento que se soportó tanto en las declaraciones del policía y los oficinistas, como en el hecho de que un “6610” fuese un código para indicar “ataque de persona cuya orientación gravitacional fue invertida”.
En cuanto a Jorge podría decirse que siguió con su rutina de todos los días, aunque secretamente desarrolló un gusto incomprensible por lo inusual.