Son las 7:10 a.m. cuando llego al portal. El edificio de cemento y acero se esconde tras la amodorrada masa de personas que se estrujan por entrar. Las filas serpenteantes se mezclan unas con otras y al final no saben si comprarán el pasaje o entrarán al baño.
Me ubico en la fila que, espero de a la taquilla. Avanza como si no quisiera hacerlo, al ritmo de la decepción y la concupiscencia de la mujer al otro lado del cristal; sola, de moña cogida y expresión dura, nacida esta de la certeza de haber refundido su alma entre tanta monotonía.
Atrás, adelante, a los lados, las personas surgen de todos los rincones, de todas las esquinas, con sus caras borrosas y genéricas, como espectros en el Aqueronte. Entre las siluetas afanadas surgen aquí y allá los voceros de la ley, los guardianes del orden, embutidas sus respetables caras en sus respectivos smarthphones, seguros de que ningún borrego abandonará el corral, de que su trabajo es una formalidad y parte de la parafernalia que llaman cotidianidad. Los tímidos civiles los miran con respeto, con miedo, sintiendo en su vacuo interior el nacer de una infundada sensación de seguridad ¿Qué más podrían pedir?
" Las puertas, con el resoplido horrible de un corcel agonizante, se abrirán, e indiferentes, verán pasar al gentío que, ya sin encontrar ni extrañar su humanidad, se verá lanzado cual caníbal al interior del vehículo."
Hay niños, ancianos, embarazadas, y todos con expresión de oficinista por vocación. Cada uno se afana por llegar al trabajo, al colegio, a la vida, como si al final del viaje, al bajar del articulado, fuesen a encontrar su voluntad allí, tirada en el suelo, junto a la dignidad y el futuro, custodiada por otro gendarme de cínica postura.
El recorrido será peor. Las puertas, con el resoplido horrible de un corcel agonizante, se abrirán, e indiferentes, verán pasar al gentío que, ya sin encontrar ni extrañar su humanidad, se verá lanzado cual caníbal al interior del vehículo. La escena es báquica, grotesca y libidinosa, desbordante de deseo, pero indeseable. Los pobres, habiendo esperado eternidades de canciones mal sintonizadas, mal interpretadas y mal escritas; habiendo buscado una senda a codazos entre sus congéneres hacia el dulce descanso del hacinamiento pasajero, luchan por una silla.
¡Una silla! Símbolo de reyes y de papas. Soberbio habitáculo del derriere, que nos exalta cuando no nos ofende, que nos permite babear con toda elocuencia las ropas que hemos lavado y planchado, para al despertar una estación antes de nuestro destino, mirar a nuestros hermanos y enemigos con la altivez de la victoria ¡Hemos triunfado! En nombre del transporte público nos hemos elevado por encima del bien y del mal, en una experiencia extática comparable a los Misterios Eleusinos. Las epifanías y revelaciones místicas han perdido el valor a nuestros ojos, pues nuestro decadente y conformista culo burgués ¡Tiene una silla!
"Entre el hervir de la muchedumbre, surge un grito estremecedor"
Llego a la taquilla. La mujer me mira, pero no me ve. Soy otra mancha borrosa detrás del vidrio que le impone su papel de autómata servil. Lo hemos hecho todos nosotros: los que vinieron antes, los que vendrán después, y yo. Hemos matado a esta mujer.
Dudando todavía, me giro hacia las registradoras. Allí están esos horribles segregadores que lanzan chillidos cuando un pobre diablo, tan pobre como para no pagar el ultraje que es Transmilenio, intenta, con el gesto humilde de colarse, engañar al sistema y devolvernos, en esa pequeña conquista, un poquito del orgullo que nos han robado. Están saturadas, girando constantemente entre cuerpos tambaleantes y hambrientos. Las serpientes parecen devoradas por las máquinas que, inertes, humillan a su creador con cada “bep” “bep”.
Entre el hervir de la muchedumbre, surge un grito estremecedor. Una usuaria, tan insulsa y genérica como todas, ha caído al suelo, en medio de las filas, y comienza a ser aplastada por sus iguales. Por encima le pasan respetables señores y jóvenes emprendedores, puntuales asalariados y eficientes funcionarios. Todos la pisotean, le patean el rostro. Sus brazos y piernas magullados se arrastran entre las filas. Sus labios reventados por la esquina de un maletín, por la punta de un tacón. El forcejeo aumenta su intensidad y cada vez se le hace más difícil salir ¡Ah No! ¡No intenta salir! El cuerpo maltratado y sangrante se arrastra hacia el torniquete, hacia adentro del portal. Veo en la mano morada de la mujer, la tarjeta roja, “cliente frecuente”, como si fuese un orgullo. Saldría a ayudarla, pero tendría que hacer la fila de nuevo.
"sin bozal no puede ingresar al sistema"
Por el suelo, continúa la mujer, dejando un rastro de sangre, y de entre las patadas y empujones, un pitbull, sin bozal, le lame las heridas a la infame. Ella no lo mira, su mano ensangrentada continúa estirándose, firme, hacia la registradora, tarjeta en mano, mientras la multitud se la traga entera.
Un golpe de nudillos en el cristal me saca de la escena. La mujer muerta pareciera mirarme interrogante y acusadora a la vez.
- Un pasaje -le digo mientras deslizo el dinero y la tarjeta.
- Faltan $200 -responde luego de contar los $1.800
Saco dos monedas de $100 y las entrego sin chistar. Después de todo, ya voy tarde para el trabajo.
A lo lejos se escucha la voz de un policía, sin bozal no puede ingresar al sistema y sonrío.