Alguna vez un amigo me dijo que Colombia sufría Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT). Lo miré a la cara y reí, le di la razón sin mucho entusiasmo y seguí por otra de las ramas de la conversación. Tiempo después escuché de nuevo esa hipótesis en otra amiga y más tarde en un profesor. Con duda empecé a roer la idea, tal vez sólo era un delirio más de académicos que quieren sonar interesantes o que buscan debajo de las piedras para encontrar respuestas espectaculares a problemas cotidianos (porque la guerra nuestra es un problema cotidiano).
Me preguntaba ¿cómo una nación entera puede tener un síndrome que se supone es de individuos? Y si llegara a tenerlo ¿cómo podemos verlo? Entonces empecé a buscar. Quienes sufren el síndrome se caracterizan por explosiones de ira, ansiedad, sentimientos de tristeza o culpa, angustia, pesadillas e incluso reacciones físicas que recuerdan el episodio que dejo su huella indeleble. Para mí ya era claro que el TEPT podría afectar a una parte de la población, aquella que ha vivido en carne viva los horrores de la guerra, pero ¿y el resto del país como encajaba en ese trastorno?
Pasaban los días y yo no daba con la respuesta a esa pregunta, hasta que un día, escuchando música, me di cuenta que en Colombia tenemos muchas canciones que hablan sobre la violencia, los desaparecidos, los muertos, los conflictos bipartidistas, las desigualdades sociales, etc. Me puse a buscar canciones que giraran alrededor del tema y mi sorpresa solo crecía al encontrar cada vez más y más bandas, cantautores, cantadoras, etc. que hablaban de la violencia y sus consecuencias, era una fuente que se mostraba inagotable. Y esa fuente, me di cuenta, no se limitaba a la música; en el arte plástico abundaban las expresiones que tienen como eje central la violencia, en los periódicos hay múltiples expresiones de esa violencia, la radio y la televisión no son la excepción, incluso en los festivales de música las palabras “paz”, “conflicto”, “guerra”, “paramilitares”, “guerrilleros”, “desplazados”, “campesinos”, “muertos”, etc. son parte esencial de muchos discursos, a los que el público siempre responde con gritos de apoyo. Afiné el ojo y empecé a ver a los invisibles, a los que en la calle piden plata y aseguran ser desplazados, en Transmilenio los discursos sobre la guerra, esos que antes ignoraba por repetitivos, comenzaron a hacerse más claros. La violencia no solo estaba en los campos colombianos que he visto o en los libros universitarios que he leído, sino que estaba claramente en las calles en las que camino a diario, en las paredes con sus grafitis o con placas que conmemoran muertos y desaparecidos, en las historias de mis amigos y familiares, solamente que yo no las miraba, aunque a diario las viera.
El síndrome lo vivimos en conjunto porque en conjunto hemos sufrido la guerra
Empecé a hacer más y más conexiones. Empecé a entender a aquellos que claman por endurecer las penas o por profundizar la guerra, lo que los mueve es el miedo. Entendí porque nos da ansiedad cuando salimos a la calle y nos da miedo a que nos roben o por qué, en mi caso particular, cada vez que veo una reunión de policías siento un leve corrientazo en el cuerpo y miro para otro lado. También comprendí por qué somos tan apasionados cuando hablamos de política, aunque no nos guste, de las guerrillas o de los paramilitares, y es porque nos evoca miedos ocultos que nos recuerdan lo que perdimos o lo que podríamos perder. Entendí porque somos apáticos y no creemos en la política, pues es esa misma política la que nos ha llevado a lanzarnos los unos contra los otros en actos fratricidas que el mismo Ares aplaudiría con entusiasmo. Entendí por qué frases como “Plomo es lo que hay” o “lo vamos a pelar” se vuelven celebres y remueven aún más el odio de unos y otros, sin excepción.
El síndrome lo vivimos en conjunto porque en conjunto hemos sufrido la guerra; desde más cerca o desde más lejos, huyendo con lo que se tenía en la mano para salvar la propia vida o cómodos en el sofá o la cama viendo como una imagen tras otra de bombas, atentados, enfrentamientos, etc. se proyectan en el televisor, incluso en el transporte público, con voces radiales hablando del muerto en la comuna, en el barrio o en la vereda por ajuste de cuentas; del líder social asesinado por el grupo tal o pascual, del secuestro del uno o del otro. Y, aunque esa sobreexposición nos vuelve más apáticos, como si nos insensibilizara, también nos llena más de miedo.
Les quiero contar una anécdota que recordé en ese proceso, una que me tocó directamente y que solamente años después entendí y dimensioné en su gravedad; si eso era a mí, que lejos me creía de los mayores traumatismos de la guerra, solo puedo asombrarme frente a lo que otros han tenido que vivir.
Entendí porque somos apáticos y no creemos en la política, pues es esa misma política la que nos ha llevado a lanzarnos los unos contra los otros
Aquí va:
Yo nací en Pacho, Cundinamarca, y aunque muy pronto me fui del pueblo con mis padres (para Chía, detrás de un mejor futuro, eso dicen mis papás) recuerdo que al regresar al pueblo de vacaciones todo él parecía un comando militar. Uniformes, cascos, camiones, armas, todo era cotidiano, y no era para menos, las FARC venían atacando poblaciones cercanas como Topaipí, Caparrapí o Yacopí. Concejales caían como moscas en la región, de Vergara y la Peña ya habían muerto varios. El Río Negro vivía en caos y Pacho, como su capital provincial, era el pueblo que había que proteger. El miedo estaba en el aire; yo escuchaba a mis tíos, mis papás, mis abuelos, hablar de aquella toma o de aquel muerto. El miedo era permanente, el miedo a que se metieran las FARC al pueblo, el miedo a que le pasara algo a algún conocido, el miedo a terminar muertos en un cruce de balas. Eso lo vine a entender mucho tiempo después, de niño los soldados solo eran parte del paisaje y las conversaciones de mis familiares eran “conversaciones de adultos” en las que no me podía meter.
Un día cualquiera, ya estábamos viviendo en Chía, mi papá ya había conseguido trabajo y allá estaba, de celador en una pequeña caseta, seguramente extrañando el campo mientras le abría la puerta a los doctores que vivían en el conjunto. Mi mamá estaba en la casa, conmigo. De repente, comienzan a sonar detonaciones en el cielo, una tras otra, con fuerza. Mi mamá, asustada, aterrorizada, recuerdo que saltó de la cama en donde estábamos acostados mirando televisión, me tomó de la mano y salió corriendo a la calle gritando “¡se metió la guerrilla, se metió la guerrilla!”, miraba para un lado y otro hasta que uno vecinos, con una burla evidente, se le acercaron y la tranquilizaron. Uno de ellos la llevó hasta la esquina de la cuadra, levantó el brazo y apuntó al cielo con el dedo “son fuegos pirotécnicos” le dijo “no se ha metido la guerrilla, tranquila”.
Mi mamá, más tranquila, intentaba explicarse a sí misma lo que había pasado, haciendo caso a los vecinos y, estoy seguro, aguantando una que otra risa socarrona de alguien que no entendía lo que mi mamá estaba sintiendo en ese momento. Ese terror que sintió mi mamá ese día, es el Trastorno de Estrés Postraumático del que les hablo. Es ese pánico, ese miedo, ese terror que estalla inexplicablemente en los momentos de mayor agitación.
Hoy creo que uno de los mecanismos para ayudar a sanarnos como sociedad es el arte y el autorreconocimiento a través de él
Lo que vivió mi mamá en ese momento fue un episodio, espero que leve, de TEPT. Y con esa afirmación no espero graduarme de psicólogo, más bien espero que puedan ver cómo la guerra y la violencia nos ha dejado huella en lo profundo de nuestro inconsciente colectivo. Esta historia es particular pero no es única, cada uno de los colombianos, y esto ya no lo han dicho una y mil veces, tiene una historia relacionada con el conflicto, directa o indirectamente todos los hemos sufrido.
Como les decía antes, la violencia nos ha vuelto apáticos a muchas de las realidades del país, pero, sin duda, el arte nos remueve ese mar de sentimientos que luchan por salir, que hemos reprimido y que salen sin control en momentos de sorpresa y tensión, sea con los juegos pirotécnicos, como a mi mamá, o con un impulso de sobreprotección o autoprotección consolidado en frases como “mijo, no vaya por allá (alguna marcha) que es peligroso”, “no se meta en política que si no se tuerce lo matan”, “no se desgaste que igual nada va a cambiar” o, el cenit de nuestro miedo, “en Colombia nunca va a haber paz”. En este punto, vale la pena reconocer los esfuerzos de quienes buscan la reconciliación de un país profundamente dividido.
Hoy creo que uno de los mecanismos para ayudar a sanarnos como sociedad es el arte y el autorreconocimiento a través de él. Tenemos que ser capaces de ver la realidad y salir del escondite en donde nos hemos refugiado. En mi caso, el camino empezó con la música que oía, pero no escuchaba; pero el arte es tan amplio que en cualquiera de sus formas nos puede dar ese impulso, incluso, el entretejido de las diversas formas artísticas nos puede ayudar a sentir para luego entender y finalmente sanar. (Los cuadros de Luis Caballero y las obras de Doris Salcedo son caminos que hay que recorrer).
Para no extenderme más en este tema tan complejo y lleno de aristas, termino diciéndoles que la lista de canciones que les propongo materializa las suplicas, el sufrimiento, la ansiedad, la frustración y la rabia que hemos sentido como sociedad. Esta lista suena a rap, a rock, a vallenato y cumbia; es de campo y de ciudad, es realista y alegórica. Esto que les presento es lo que yo he comprendido como un posible soundtrack de la violencia, una pequeñísima parte, nada más.
Guillermo Buitrago - El toque de queda
Arnulfo Briceño – La toma de Páez
Silva y Villalba – El Barcino
Gabriel Romero – Violencia
Raúl Santi – Se van los campesinos
Cavito Mendoza – Playback
Joe Arroyo – La guerra de los callados
Systema Solar – El amarillo
Aterciopelados – Siervo sin tierra
Flaco Flow y Melanina - La Jungla
Radio Lenin – Mi voz
Los Speakers – Si la guerra es un buen negocio invierte a tus hijos
Martha Gómez – Yo te espero
Radio Rebelde Sound System – La muerte final
Joe Arroyo – Abandonaron el campo
Los carrangueros de Ráquira – Soldadito de la patria
Solo la verdá
Finalmente, quiero dejarles una canción extra que retrata la Masacre de las Bananeras, un vallenato interpretado por Jorge Oñate y compuesto por Santander Durán Escalona.
Jorge Oñate - Las bananeras (Ñapa).