En el año 2.016, el diccionario de Oxford seleccionó a la palabra Posverdad (“post-truth”, en inglés) como la más solicitada en sus espacios de consulta. Su rastreo en los motores de búsqueda aumentó hasta en un 2.000% en relación al año 2.015, principalmente en función de elementos sociales o políticos, como el Brexit, el plebiscito por la paz, elecciones presidenciales en Estados Unidos y similares. El concepto de nuevo se pone en la palestra de las disertaciones académicas por estos días ante el sonado caso de Guy Sorman y su acusación al célebre filósofo y sociólogo Michael Foucault de “hacer el amor con niños sobre lápidas” en Sidi Bou Said, Túnez sobre el año 1.969; el comentario del escritor en entrevista con Sunday Times se generaba en medio del lanzamiento de su libro Mon dictionnaire du Bullshit, lo que ha levantado no pocas suspicacias frente al fenómeno de la posverdad y su emparentamiento semántico con la idea de la “mentira emotiva”, que hoy por hoy se constituye en una herramienta de un uso mucho más frecuente del que éticamente se desearía.

 

Sí el titular le escandaliza, si le mueve fibras, la reproducción será una tentación inmediata, más si las consecuencias parecen prometedoras o insuflan seguidores, “likes” u otras formas de generación de dopamina, esa suerte de adicción placentera de los hiperconectados

 

La posverdad, a diferencia de la mentira, apela a los elementos emotivos sobre la objetividad. Dicho de otra manera, la mentira, para ser, debe procurarse el ardid de pasar por ser “verdad”, un tema que a la posverdad le preocupa en menor medida; el quid del asunto no se esmera en la consonancia de lo dicho y el hecho fáctico, sino en los sentimientos desbordados que un título o un artículo sugerente suscite: a la mayoría de los consumidores de contenidos “noticiosos” en medio de la “agilidad” del consumo en redes sociales, poco tiempo le queda para corroborar, contrastar y analizar. Sí el titular le escandaliza, si le mueve fibras, la reproducción será una tentación inmediata, más si las consecuencias parecen prometedoras o insuflan seguidores, “likes” u otras formas de generación de dopamina, esa suerte de adicción placentera de los hiperconectados.

Las prácticas de posverdad han logrado naturalizarse y han desplazado el qué se informa, por el cómo se crea la noticia, lo que ha conllevado a una instrumentalización más coloquial, cotidiana y, por ende, peligrosa. Al cumplirse un mes de ser una víctima directa de las consecuencias de este tipo de “noticias” mientras escribo esta columna, recuerdo el estupor que me generó ver mi fotografía al lado de un artículo publicado por un muy cuestionable medio venezolano, del cual no figura ni autor, ni director, ni nada por el estilo, que intitulaba así: “Duque financia al mercenario Pavel Rodríguez para crear falsa matriz de opinión”.

Debo explicar que el contexto de la noticia tiene que ver con un trabajo que durante casi una década desarrolle en medios de comunicación de la frontera colombo venezolana y la defensa de derechos humanos. En desatinado desespero por crear narrativas que legitimen acciones, un frente de “bodegueros de twitter” dedicados a justificar las recientes acciones militares desarrolladas en el estado Apure, frontera con el departamento de Arauca, inmersas en cuestionables procederes, necesitaba un chivo expiatorio para, desde esa otra guerra que es la discursiva, tener algo a qué aferrarse y ¡Eureka!: mi trabajo en defensa de los desplazados que huían de la barbarie que toda acción armada causa en la población civil, que consistía en movilizar los afectados para la adquisición de comida y colchonetas, era el plato perfecto para deslegitimar el fuerte movimiento forzado de venezolanos como consecuencia de medidas carentes del derecho humanitario que los mismos conflictos frente a la normativa internacional, exigen.

El caso, totalmente descabellado, -puesto que entre otras cosas soy un manifiesto detractor de las políticas del gobierno de Iván Duque-, me puso en una situación más que embarazosa, supremamente delicada: Arauca es una zona de la Colombia profunda marcada por la violencia, un remoquete de ese tenor ponía una diana en mi cabeza, porque si bien mi labor social, comunicativa y pedagógica –soy docente entre otras cosas- eran parte de mi defensa objetiva, la acusación era más que suficiente para que alguien que no me conociera o, por algún motivo, no comulgara con mi quehacer, tuviera un argumento de autoridad para cometer cualquier cosa que esa infortunada aseveración hiciera posible con los ánimos tan caldeados.

 

La situación me obligó a moverme de la región en un claro desplazamiento forzoso, todo por un titular, por una vaga idea de un “reportero sin nombre” que necesitaba justificar su “salario” siendo emotivamente efectivo

 

El “medio” bajo la nota, pero los pantallazos o los “links” se mantienen. En menos de un día se compartió más de 600 veces y no faltaron los comentarios apasionados de gente de cualquier lugar que iban desde pedir que compareciera ante la justicia, hasta desear mi muerte. La situación me obligó a moverme de la región en un claro desplazamiento forzoso, todo por un titular, por una vaga idea de un “reportero sin nombre” que necesitaba justificar su “salario” siendo emotivamente efectivo, dando resultados así fueran “falsos positivos” (ese “término” tan caro al dolor de nuestra historia nacional)

Además de las consecuencias materiales, ser portador de la indeseable etiqueta genera fuertes impactos emocionales. Una denuncia por calumnia, una exigencia de retractación lamentablemente no es tan “emocionante” como el morbo del señalamiento. A veces la verdad es mucho menos emocionante que la posverdad, y frente al egoísmo que es inherente al placer de la violencia simbólica acuñado en una sociedad de baja densidad cultural, mejor se quedan con la ira, que con el necesario desagravio.

Cada vez es más difícil apelar a la objetividad como principio rector de la opinión pública y, lamentablemente, eso hace que, frente a un ordenador, muchos puedan ser jueces de poderosas sentencias al ser “populares”. La discusión sobre este fenómeno debe escalar a la par de sus colateralidades, no basta con develarla en tanto Alétheia, el desocultamiento no es garantía soluble de la intención primaria, el rastro que deja es hondo y de difícil corrección. Pensar la posverdad, implica entender las nuevas formas de comunicación que aparecen en una era donde las micronarrativas obedecen a las pasiones mustias, indolentes a las consecuencias multilaterales que puedan generar.